La escucho hablar y en mi interior resuenan palabras necias, olvidadas de obsoletas, ¡y las de tantas otras! Pero de dónde viene, esa manía de justificar lo que por desidia decidimos aferrarnos. De ocultarnos, en el habla de lo inmenso de su presencia, para un ser apasionado, histérico y encolerizado como el nuestro, de su presencia, apaciguadora de nuestra inevitable e inestable catástrofe.
De dónde, la mirada agachada y los ojos vidriados, que con fatiga se eleva y, desde allí, obstinada se empeña en iluminarse de un amor que por costumbre ya no está. De dónde, el rendirnos cuentas, que avalen y certifiquen la simpleza de su ausencia, lo cultural que ¡cómo lo afecta! y de que la soledad, en compañía, no nos pesa.
Pero de dónde viene, esa ronda de vicios, obsesionada en pensamientos vetustos y de afuera, que nos asientan y satisfagan de nuestras decisiones. Que alguien me explique, entonces, el aire nostálgico que destilan aquellas tantas y tan rápidas palabras.
Pero de dónde viene, ese tiempo en compañía estirado de hábitos. De dónde, esa inseguridad que se arraiga, esa enemistad con mi igual, esa ansia de autodestrucción en masa.
De dónde, esas caras decrépitas, de tanto aceite, de tanto pintar, de tanto fingir no preocupar el desprecio de mi cuerpo disfrazado y encerrado, mandado a guardar. De dónde, aquellas miradas que con rechazo observan el -¡ahí, ahí está! Y de las que sólo juzgan los detalles necesarios para su aceptación, o satisfacción.
De dónde viene, ese deseo de exhibirnos en el mientras de nuestra prolijidad perfumada, pero resguardarnos en lo maloliente del cuerpo agotado, nauseabundo de tanto moldear, podrida su piel que absorbe, tenso de estorbado.
Amparo Ordoñez