Nunca se había sentido tan libre

Te bajaste del auto y mientras caminabas las dos cuadras que oportunamente te separaban del hotel, sentiste culpa; esa pequeña culpa que te invade cuando te reconocés mintiéndole a tu esposa nuevamente. Te duró poco. No bien ingresaste en esa habitación oscura y sentiste ese perfume que la caracteriza te olvidaste de todo y sólo pensaste en ella y en ese olor a colonia barata que pretende esconder los besos ajenos. 

Está ahí parada en medio de toda tu lujuria, con esa mirada de fiera que va a ser domada pronto. Te gusta acorralarla, sentir su respiración agitada y el movimiento torpe de sus manos cuando tus ojos la recorren con total derecho. Al fin y al cabo, durante dos horas es tuya. Te acercás a la vieja cómoda que ocupa toda la pared, dejás tu billetera y antes de apagar el celular, revisás los últimos mensajes. Todo premeditado como siempre: para tu mujer estás en una reunión y después vas al gimnasio, pretexto para llegar recién bañado y un tanto agotado. Te acercás hasta tenerla casi pegada y le decís que se saque despacio esa especie de camisón que quiere ser sensual y es asqueroso, tan mugriento como ella, pensás. La odiás, odiás todo lo que ella es y eso es lo que te excita, poder poseerla sin remordimientos. La tirás en la cama y la ves ahí, temblando como un perrito asustado, pero en el fondo sabés que es una gata enjaulada. La tomás por las muñecas y te parece tan pequeña, tan frágil. Por un segundo la imagen de tus hijas te incomoda; pero no es tu culpa que ella no haya tenido un padre como vos. No es tu culpa y esta chiquita no se parece en nada a esas bellezas que seguro ahora están estudiando o tomando un jugo con sus amigas. No es tu culpa.

Te mira profundamente mientras la despojás de toda su humanidad revolcada en esa cama fría y te dice algo que no escuchás, que no te importa. De pronto sentís un calor terrible en las costillas y una sensación húmeda y lenta. Mirás hacia abajo y ves una de sus manitos apretando el mango de un cuchillo clavado justo en tu costado. No sentís dolor hasta que ella lo saca, y con ojos desorbitados y una pequeña mueca en su boca, lo vuelve a clavar una, dos, tres veces. Te arde todo el cuerpo y sentís cómo se vacía, cómo todo está terminando. Su carita llena de sudor se te acerca al oído y te dice que te lo merecías, que lo venía pensando hacía tiempo pero que hasta ahora no se había animado y que nunca se había sentido tan libre hasta ese momento. Ella toma tu billetera, se viste despacio y sale de la habitación. Vos estás en medio de un charco de sangre mirando el techo sin poder pensar en nada. Ya estás muerto.

Mañana ella partirá hacia algún lugar lejano e intentará ser feliz, aunque quién sabe si podrá serlo. Y vos, aparecerás en todas las portadas de los diarios y en todos los noticieros como el prestigioso empresario de cincuenta y dos años, que apareció muerto en dudosas circunstancias en un hotel del conurbano. 

Vera Suárez

Y que la vida sigue…

Otra vez ese sueño que desde chica se presenta cada tanto. No es igual, cambian muchas cosas, pero yo sé que es el mismo sueño. Esos colores, esa sensación de eternidad, ese vivirlo de verdad… Me despierto de golpe y me quedo con los ojos tan abiertos en mitad de la noche, con el corazón como una bomba a punto de explotar, la respiración rápida, los puños demasiado cerrados y el cuerpo rígido como el de una momia. Son unos minutos y luego, con la calma, vuelvo a dormir. Así desde chica, desde siempre, pero esta mañana es distinta.

Hasta ahora sólo habría logrado recordar partes inconexas: los colores brillantes, el calor, los rostros asustados; a veces cielos llenos de fuego, a veces mi casa de niña con todos los muebles revueltos. A veces soy muy pequeña y subo unas escaleras iluminadas terriblemente por una luces blancas, yo voy corriendo detrás de mis padres hasta que uno de ellos, con lágrimas en los ojos, me abraza fuerte y tapa mi boca rogándome que no llore más y yo siento que van a encontrarnos “los malos”, que van a encerrarnos y vamos a morir. Es un sueño horrible, pero no es una pesadilla. En las pesadillas sabemos que estamos en un mundo onírico y que todo ese miedo quedará allí; que si no podemos correr lo suficientemente fuerte, despertaremos. Es como una especie de película de terror: somos conscientes de la ficción, pero mientras dure jugaremos a asustarnos como una catarsis, como una necesidad física para descargar adrenalina. En cambio, este sueño que se repite desde niña aunque en distintos escenarios se parece a la vida: si no pudiste correr rápido te atraparon, aunque después te despiertes y no recuerdes nada. Te atraparon.

Esta mañana está pasando algo que nunca me había sucedido y es que recuerdo el sueño completo: tengo unos siete años y estoy jugando con una pelota en frente de mi casa, el sol brilla tanto que se me cierran los ojos y un calor intenso hace transpirar mis manos. De un momento a otro hay una luz distinta en el ambiente, más tenue pero a la vez más caliente. Miro al cielo y descubro una luna gigante de un color violeta oscuro, profundo. Yo estoy sola, como si el mundo se hubiese detenido para observarme a mí, y solamente a mí, en ese instante extraño. Esa nueva luna, maravillosamente terrorífica, estancada en medio del firmamento y yo sola, mirándola paralizada. De pronto se llena de gente por todos lados, veo autos y perros y esa luna gigante sigue ahí; nadie la mira, nadie se asombra, como si siempre hubiese estado brillando oscuramente en el cielo diario. Comienza a invadirme un miedo y una desesperación, unas ganas locas de gritarle a toda esa humanidad para que reaccione, pero es imposible. Por fin mis padres llegan de la nada igual de desesperados que yo y en ese momento me siento protegida en el terror, ellos también entienden que eso no es lo normal, lo de todos los días, no es lo que debe ser. Mi padre me toma en brazos y corremos hasta llegar a un lugar oscuro mientras mi madre me pide que no llore, que no tema, que no van a dejar que me pase nada malo. Me despierto rígida y a punto de explotar y a los minutos con la calma vuelvo a dormir. Pero esta mañana lo sigo sintiendo, sigo reviviendo ese sueño. Lo sigo viviendo.

Salgo de la cama y la luna se me aparece en el jardín, imponente; tomo el colectivo de todos los días para ir a trabajar y la veo por la ventanilla; almuerzo con mi compañeros y está ahí, se ve el reflejo violeta entrando por la puerta abierta; salgo y tomo mi celular, la quiero fotografiar pero me tiemblan las manos y me transpiran, no puedo; camino hasta casa y esa luna que me persigue, que invade todo el cielo. Observo rostros asustados, preocupados, pero nadie quiere hablar de eso, lo sé.

¿Dónde están mis viejos ahora? ¿Por qué no vienen a rescatarme? ¿Por qué soy adulta y no esa nenita que cabe en los brazos de papá? Llego a casa y enciendo la tele y allí, en el noticiero de la noche, la veo. Inmensa, violeta y terrorífica. El periodista me mira a los ojos a través de la pantalla y me dice que es normal, totalmente normal. Que no me preocupe, que la luna va a estar un tiempo o para siempre y que la vida sigue. Que más me vale seguir con mi vida y dejar de mirarla.

Vera Suárez

 

 

 

Lucy, la guerrera

El calor es sofocante. Las veredas arden y las suelas de las zapatillas aguantan en la sombra para no derretirse. Las casitas hierven de calor y los techos de chapa, no ayudan a pasar el rato.  Igual, en un rato juega Chicago. Ya nada importa. Y el barrio camina en dirección a la tribuna y son todos uno. Todos somos del Torito. No hay lugar para disidencias. No porque sea ley, sino porque es tradición. No conozco a nadie en Mataderos que no tenga en su vida marcado a fuego el verde y el negro. Es como si fuese un requisito.

Ahí van, familias enteras camino a la popular. Parejas con sus pibes, guachos con sus guachas, pibas de la mano, pibes solos. Chicago es como una familia de códigos que se protege hacia dentro. No hay lugar a intrusos malintencionados en sus filas, en sus gradas. Allí,  seas de Pirelli, de la Oculta o de Los Perales, y mientras tengas la casaca impregnada en tu vida, sos bienvenido.

Caravanas interminables de hombres y mujeres,  multitud de niños caminan por Avenida de los Corrales y preparan el carnet al día para entrar. Todos saben, los que caminan por allí,  que ella está por salir y va camino al estadio por la entrada de Carhué; va a ir con su casaca gigante que le llega hasta abajo de la cintura, con su pantalón pescador bien ajustado a sus piernas y con el pelo recogido y cubierto con una gorra con el escudo del club. Ella llega y todo cambia. Todos la saludan.  Todos la respetan. Todos le tienen miedo. Más que miedo, es el sentimiento de saber que con ella no se jode.  

Su cara de adolescente y cuerpo de mujer madura, era el contraste perfecto para diferenciarla en la multitud. Las mujeres la admiraban y le confiaban su amistad. Los hombres la respetaban y medían cada una de sus palabras antes de enunciarlas. No había esquina en los barrios que se atreviera a piropearla.

Lucy, era de esas minas que se abrían paso en la vida con el humilde silencio de alguien que quiere avanzar en su vida. Desde la mañana bien temprano, numerosas niñas iban a las clases de danza árabe en su departamento. Por la tarde, continuaba con el oficio de peluquera que había heredado de su madre, aquella que había cuidado con tanto esmero, cuando su padre borracho y golpeador, las había abandonado a su suerte. 

Lucy era un ser humano muy recto; hasta en los pequeños detalles se mostraba esa rigidez con ella misma: todos los primeros de cada mes iba a la sede de Chicago a pagar su cuota de socia. Patinadora desde chiquita,y campeona de casi todas las categorías de competición ( esa era la causa de un físico tan privilegiado y trabajado), ella tenía una cariño especial por los colores de su querido Chicago. Se sentía parte, en las múltiples dimensiones que puede interpretarse. El club había sido el lugar para refugiarse de los gritos de su madre, que imploraba piedad a su padre. Era el lugar del primer amor, del primer beso. Todos recuerdan su vestido rojo entallado con la que iba a algunas fiestas del club.  No existe mujer en Mataderos con semejante belleza.

 Y cada sábado, la tribuna que daba a la Pirelli era el santuario para recordar con alegría a su madre, que tanto esfuerzo había hecho para mantener la cuota al día en sus días de niñez y patín.  Lucy era un guerrera, que a fuerza de días de inmensa soledad había forjado una personalidad y carácter a prueba de renuncias y decepciones. Ella camina orgullosa por la vida con la convicción de estar venciendo, de ganar a toda costa en la contienda de la vida.

 

Hubo algo, un hecho que lo cambió  todo. Era 2010. Sábado de lluvia torrencial. Jugaban de local y el diluvio hacía dudar la realización del evento. Lucy llega con su paraguas verdinegro y se ubica debajo de los escalones de cemento de la tribuna. Su belleza y sus trenzas mojadisimas no opacaban su dulzura adolescente. Cerró su paraguas y veía caer la lluvia sobre el campo de juego. Sintió un soplido por detrás,  cerca de su nuca. Sintió una mano apoyando con vehemencia sus glúteos. Otra mano, sujetó su brazo y lo llevó en dirección a un muro cercano. Lucy se brotó de espanto. Era un viejo que aparecía eventualmente en el barrio, y seguro la tenía fichada de otra ocasión. 

-Uy, cómo está este culito…

Lucy colapsó de furia. Entre el accionar del viejo y su reacción habrán pasado dos segundos como máximo. Nunca en su inocencia había sentido tal incomodad,  semejante ultraje a su dignidad y desprecio hacia un ser humano. Ella se dio vuelta y tomó la mano de su abusador. La atenazó. La aplastó. Los años de gimnasio y de hacer fierros habían surtido sus frutos.  En esa secuencia de hechos dejó de llover. Había nulos testigos oculares. Pero todos en el barrio se enteraron:

-¡¿Quien te pensas que sos, viejo pajero de mierda?! Te voy a cortar la mano, la concha de tu madre,  para que nunca más toques a una pendeja, forro del orto.

Su voz penetró  el aire y llegó a los rincones más oscuros del barrio. Fue el grito de ira ante la oscuridad, ante la cobardía. Nada ni nadie podía justificar tal acto. Ninguna excusa  tenía lugar en este contexto. Lucy tenía sus manos llenas de sangre. Las del viejo. Sus uñas habían penetrado su carne profundamente. «Loca, pendeja de mierda, mirá lo que me hiciste» atinó a vociferar aquella bestia. Nunca más lo volvieron a ver.

Lucy contenía el llanto. A decir verdad, el hecho de haberse criado sin padre y tener la templanza de enterrar a su madre a sus jóvenes  diecinueve años, eran para ella una preparación para canalizar eso que vivió. Ningún viejo, hombre o quien sea, le iba a enseñar quién era ella. Mordió  sus hermosos labios juveniles y volvió a su casa en Avenida Los Corrales, mirando con amargura hacia el piso. Pero nunca más volvió a bajar su mirada, sobretodo cuando los sábados sale para cancha de Chicago, y los pibes del barrio la miran y saben que con ella no se jode.

 

Fabian Fazzini

La vida en la puerta

La cama estaba hecha y con olor a jabón líquido; así era en un principio. Luego se confundió con el olor a óxido. 

La sangre caía por el lado derecho, opuesto al que yo veía  de frente.

Ella estaba tranquila, despeinada y con un camisón naranja claro, que le cubría el torso, los pechos y apenas los muslos.

Su piel había perdido calor pero aún quedaba un brillo. 

-¿Por qué? – Pregunté sin encontrar más que esa pequeña chispa en el fondo de la tormenta interna.

-Porque pedí una razón y la obtuve – 

-Teniendo mil razones para seguir con vida, elegiste la que te desangra ¿Cuál es la razón? – 

-Es la única manera de que se lave su historia, mis marcas, todo se va como el Río, todo fluye, todo cae. Me vacío – 

-Había otra manera, siempre hay otra manera – 

-Sí, seguramente.  Sin embargo este cuerpo está dañado, ya no me sirve, buscaré otro-  

-¿Aún crees en esas cosas? ¿Aún piensas que hay una batalla allí afuera y no comprendes que es tu cabeza la que está mal?- 

-¿Yo estoy mal? Veo al monstruo del que vengo, veo sangre y las voces, los nombres y sus historias resuenan en la mía. Alguna vez leí, que quien ha sido maltratado, maltrata ¿Acaso algo no debería matarme? Recuerdo la última discusión, aún estábamos en el colegio y me dijo ‘Que yo no lo iba a dejar, que sí lo hacía, él se iba a matar. Sentí la verdad en su cuerpo, en su mano agarrándome el brazo y en sus ojos que ardían de furia. Lo odie. Me negó su amor, no me decía lo que quería y por sobre eso, me maltrataba. Me odiaba y sentía que tenía toda la razón de hacerlo. Recuerdo que lo miré fijo y no titubie al decirle: “Hacé lo que quieras, yo ya tengo las manos manchadas. No me importa cargar con una muerte más” – 

Ella se reía mientras moría, se reía mientras su mirada se perdía dentro suyo, en sus    recuerdos – Se reía en su propia ironía. 

-¿Cuál muerte? – Mi tono sonó grave, sabía que no solo se desangraba por las venas. – 

-La de mi hija. Aún no era un bebé, apenas una semilla y a veces me pregunto ¿No había otra opción? Claro que no, cualquier otra hubiera sido terrible para ella, pero y yo ¿Dónde estaba yo en ese entonces? – Ella se quedó pensativa y concluyó esa pregunta con una lágrima en los ojos. Luego siguió – No crea que me mato por él, uno nunca se suicida por otro, creame. Es mucho más egoísta que eso. Lo vi 5 años después trabajando en un bazar y luego pasados los 7 años me lo crucé en la calle y caminamos 10 pasos juntos. No recuerdo si me reconoció. Tal vez él puede negar su pasado mejor que yo – 

-No lo comprendo. Si no lo haces por él, ni por la niña ¿Por qué lo hiciste? – 

-Por qué no veo otra salida de esta maldición familiar. Entregar la sangre es la única manera – 

Su cabeza se tambaleó para desmayarse, su cuerpo intentó caer de costado. Pude atajarla, antes de que tocara el piso. Entonces, en mi oído comenzó a recitar:

El final. El final de la agonía

Batallas internas que se dan

pero que vencen, nos ganan. 

Dolor en el cuerpo, en el alma, cansancio.

Reflejo del monstruo, de la mierda 

y la oscuridad.

Todo y mucho más habita en esa profundidad. 

Te lo  pedí. Dame una razón, para no hacerlo 

y que no valga la pena

Fluir por mis venas, hasta vaciar mi cuerpo

Dame un placer más dulce que el de dormir y no despertar.

Dame una tranquilidad más vívida,

que la de estar muerta

y sumergirme en el vacío de los pensamientos. 

Su mano fría me arrulla. 

La muerte, es lo más parecido a mi madre

que he sentido, jamás. 

No me reclama, ni intenta manipularme,

 simplemente me canta 

y su voz cálida como la briza de invierno en el oído,

 no me deja escuchar otra cosa que su armonía, 

su quietud, su descansar. 

 

Lentamente se fue apagando, durmiendo, muriendo. Inmóvil, incapaz. Mis brazos la sujetaban, entonces me vi en el espejo del ropero: Yo le acariciaba la cabellera y la acunaba. Su última confesión, sólo podía hacérmela a mí. 

Afuera alguien lloraba, quizá en la puerta, algún vagabundo tenía hambre. Dentro, todo se volvió frío, muy, muy frío.

 

Maria Del Mar – https://crotoxina.webnode.com/)

Demasiado Humano

Yo lo amaba y también sabía que se iba a romper. Pero la levedad de la posmodernidad arrasa con todo. Aunque  queramos ocultarlo, evadirlo, se va a terminar… cuando el amor se termina, el paso siguiente es la costumbre, la rutina suicida de esperar quién toma la decisión. 

 Yo lo notaba raro, ya no me recibía bien cuando volvía del trabajo. Me evitaba. 

No entendía, uno jamás entiende cuando es el sujeto dejado. Poco a poco. Intenté romper la rutina, salimos a la plaza, paseábamos. Intentos.

Pero esto es la historia de una agonía, de un final irremediable. Cuando comía yo lo miraba, él sólo se centraba en alimentarse. ¿Sabía que estaba allí? ¿Entendía todo lo que había hecho yo por él?

Intenté remarla, se me rompía el corazón,  pero la luche. Puedo decirlo.  Sí, tenía sentimiento encontrados, yo no había hecho nada malo. Trataba de ser cariñosa, lo abrazaba cada vez que podía, lo tocaba. Él estaba  inerte, como no teniendo más remedio que soportar esa situación que le parecía desagradable.  

 Lo escuché llorar por la noche. Pero no de angustia, lloraba y se quejaba de dolor.  

Fui con él al médico. Tal vez como última muestra de amor, como una despedida.

Entro sólo al consultorio. 

Esperé.

El médico salió luego de unos minutos y me dijo: 

Señora, su perro tiene un hueso de pollo atravesado en el esófago, ¿no lo notaba raro?

No me gusto que le dijera “perro”, era mucho más que eso.

Carlo Magno

Ahí va el intruso

Me habían contado ese ida y vuelta con mi primo que tuvo encuentros y reencuentros a través de los años, pero yo nunca te había visto. Te vi en ese cumpleaños de mi viejo, sentada al lado de mi primo. Alguien me susurró que solías ser hermosa. Yo vi vestigios de esa hermosura desafiante en tu perfil, mientras le cortabas la carne asada en rodajas a Rodolfo y sonreías levemente socarrona. Lo miraste y reíste graciosamente. Él te miró y te atropelló la diversión con un ¿de qué te reís?, y pinchó una rodaja de chorizo con un poco de lechuga.

Estoy cuidándome, repetía mi primo Rodolfo en medio del bullicio del festín, mientras se servía kilos de lechuga envinagrada para acompañar el tercer pedazo de vacío. Vos mirabas tu plato y parecías dibujar algo con el tenedor. Te había herido. Te había humillado frente a toda su familia; te había silenciado con su estúpida mirada azul.

Luego de vaciar todas las bandejas, brindar varias veces y dar los aplausos correspondientes al asador, todos se arrellanaron en sus asientos a esperar que la comilona baje. Mi viejo se puso a recitar poesía, alzando su voz carcomida por el cigarrillo, agitando su mano derecha mientras sostenía el cuaderno lírico con la izquierda. Mi hermano y yo salimos afuera a fumar.

Estábamos sentados en las sillas de hierro antiguo, hablando del vacío y de enfrentarlo, de no huir de él como la mayoría, cuando vos saliste. Charlamos distraídamente, escuchándonos a medias. 

Nos contaste que laburabas en la loma del culo, como yo. Que te tomabas tres bondis para llegar, pero que estabas contenta; que estabas de pie todo el puto día, preparando comida armenia hasta las siete de la tarde, pero que estabas contenta. 

Te pregunté qué bondis te tomabas, como para preguntar algo y que no sientas que hablabas sola, que estabas sola en una casa fría, del brazo de un hombre muerto. Encendiste un pucho y me nombraste las tres líneas que tomabas. Una de ellas era el 68. 

Me encendí levemente y dije que yo también tomaba ese bondi para ir a mi laburo. Qué hermoso bondi el 68, dije, uno puede acurrucarse en sus asientos mullidos y dormirse en esa temperatura perfecta, mientras afuera el frío taladra los ojos de la gente. Asentiste sonriente y soltaste una nube de humo a la noche azul. Y si te tomás el expreso, mejor, dije mirando a mi hermano, las rodillas no se te aplastan contra el asiento de adelante. Mi hermano sonrió distraídamente. Supe que estaba pensando en algo. Mi hermano siempre piensa mucho y después dice.

-Qué diferencia con tomarte el sesenta en Benavídez, ¿no?- dijo Dan.

-Seee- respondí- el 68 es un bondi de la Ciudad. Viene cada dos minutos y tiene un recorrido corto. Si querés viajar sentado solo tenés que esperar un poco y ya. 

Aunque también tengo que decir que me siento un intruso entre los pasajeros que frecuentan el 68, dije luego de unos segundos de silencio. 

Vos estabas mirando hacia la calle, y cuando dije esto giraste hacia mí con el ceño fruncido.

-Yo no me siento intrusa en ningún lado- dijiste, estirando las comisuras de tu boca hacia abajo y sacando el labio inferior hacia afuera. Aplastaste la colilla con tus zapatos negros y te metiste de nuevo en la casa. Lavaste los platos, repartiste pedazos de torta y les cebaste mates a todos. Rodolfo no te miró una sola vez, sentado al lado de la abuela y haciendo que la escuchaba.

Hoy me subí en el 68 y lo primero que vi, después de ver cuánto saldo me quedaba en la sube, fue tu cara. Al principio no te reconocí. Me senté unos asientos más atrás y te miré de nuevo. Tus ojos grandes y perdidos entre los edificios y el sol me sonaban. 

Es Vero, la novia de Rodolfo, pensé. Te miré de vez en cuando durante algunos minutos, hasta que la novedad se evaporó en aire del lunes frío y me dormí aferrado a mi mochila.

No te vi bajar, pero te pensé durante todo el día. Te imaginé el dolor en la espalda de tanto preparar comida armenia de pie.

No te vi bajar del bondi azul, pero seguramente vos me viste, pegado al vidrio de la ventana, con la baba colgándome y los auriculares blancos tronando en mis orejas, y tal vez pensaste

ahí va el intruso.

 

Juan Zírpolo

Penas

Sentada en la parada del colectivo, recordé aquel primer hombre que observé hurgar en la basura. Este era otro. Aquel anterior hombre buscaba comida y no la encontró, o tal vez no lo vi, o tal vez ya no lo recuerdo; yo era muy miserable. Hay tantos momentos que se me mezclan y confunden en la nebulosa que es complicado recordar con precisión.

Esta vez vi pasar con la espalda encorvada y con un bastón en la mano, entre Alvear y Ruta 9, a uno más entre los invisibles. Éste encontró lo que buscaba.

Tomó una lata de cerveza del piso y la aplastó con el pié, luego la guardó en una bolsa de McDonalds mojada, que estaba en el tacho alto de fierro oxidado, frente a él. Sin comida, sin alcohol, con el bastón en una mano y la bolsa en la otra, continuó su camino. Encorvado, sucio y desprolijo; olvidando que existían las veredas sobre la ruta en dirección a Maschwitz, siguió su camino deteniéndose en cada tacho revisando si había comida y aplastando con el pie las latas que iba encontrando.

¿Cuántas veces me he detenido a observarlos, escuchado historias, reído y filosofado con ellos; vestigios de la miseria humana, tan suyas y tan mía como la de todos?

Su caminar lento, pesado y doblado era tan común en aquella clase de paria humana, los leprosos de la sociedad, a quienes nadie se les acerca por temor a verse en su espejo.

El hombre continuó yéndose sin comida, sin alcohol y recogiendo latas de cerveza ajenas. Su olor a pis y mierda pegada en la ropa dejaban de sentirse al alejarse. La elección de ser un antisocial, una garrapata del sistema; por qué no un héroe, un sobreviviente, un reflejo de los antiguos Crotos caminando por la Ciudad de Benavidez.

Su marcha se reflejo ahí donde nadie quería ver. Caminando por la vida, recogiendo la mierda y basura ajena. Sin comida y sin bebida, sucio por el paso del tiempo y sin querer cambiar de piel, de ropa.

Yo encorvada por mis penas y por las de aquellos seres que regalaban las suyas, porque son cobardes, negadores, mentirosos, violentos, abusivos, manipuladores, sociópatas creados por el sistema. Sombras que no pueden verse, irreflejos en el espejo; porque temen no existir, no ser vistos, no ser reconocidos.

El hombre se alejó, sin más. Como un rayo de sol escapando de la nebulosa, lo más real, lo más tangible; las penas sobre su espalda también eran las mías.

Maria Del Mar.

 

La otra mejilla

No. Yo no digo que no tengan derechos. Digo que sus prioridades no están acertadas. Escuchame, no tienen para comer pero bien que al parlante de dos lucas no lo venden por nada y todos los sábados están con esa musiquita a todo volumen. Decí que son los únicos así en el barrio, el resto es gente de bien, de trabajo. Sí, es verdad que ellos también trabajan, pero no sé… son distintos. Son negros, vos me entendés. O sea, no negros de piel, yo no discrimino a nadie por eso, hay negros trabajadores, como esos que vienen de África a vender las cosas del Once. Yo digo negros de alma, de cabeza. Trabajan, pero no llegan nunca a fin de mes, porque los primeros días se la pasan a asado. Yo que trabajo como una negra, de piel digo, no puedo hacer asado hace no sé cuánto. Y eso que en casa trabajamos los dos. De ellos trabaja el padre y nadie más, porque esa mujer es impresentable, con todos los hijos que tuvo, no me imagino de qué podría trabajar. Aunque seguro que cobra planes, para eso se embarazan tantas veces. Y así es como pueden darse el lujo de comer carne tres veces la primera semana del mes. Bien que después piden al fiado los fideos y el arroz en el almacén de Graciela, ella me lo contó ¿Así qué les enseñás a tus hijos? que despilfarrar está bien, total alguien te va a dar gratis. Ya sé que después lo pagan, pero esos nenes ven que la mamá agarra la comida y no pone ningún billetito, después cómo querés que trabajen. 

Decí que en el barrio son los únicos. El resto, toda gente trabajadora. Es un barrio de gente como yo, un barrio “clase media”, no sé cómo fue que ellos llegaron. Seguro algo turbio, olvídate ¿Te digo la verdad? Los nenes me dan pena. Los más chiquitos, porque los creciditos tienen una caripela, que madre mía. Y la nena, la que tiene como trece, pobrecita. Va a quedar preñada en cualquier momento seguro. Espero que no lo aborte, porque viste cómo son estas negritas, abren las piernas y después se sacan al nene ¡Una barbaridad! 

Creo que sí, que los chiquitos van a la escuela. A una pública seguro ¿Ves? eso es lo que yo critico: el más grandecito, ese que tiene cara de drogadicto, el otro día andaba con un celular grandote. O sea, le compran el celular pero los nenes caen en la pública. Bueno, eso siempre y cuando el celular sea comprado… ¿no?

El hombre trabaja, sí. No sé dónde, ni nada, porque ella no es sociable. No habla con nadie en el barrio. Igual mejor, mirá si se me hace la amiga y quiere venir a tomar mates a casa… tendría que esconder las cosas de valor jajaja. Es un chiste. Pero de verdad, mejor que nunca me habló. 

El otro día Tatiana, la hija de Rubén ¿sabés quién es? No importa. Me dijo: “Mabel ¿sabías que los villeros se compraron un auto bastante nuevito?”, casi me caigo de culo. No quería creerlo. Después los vi, a todos metidos adentro de una camioneta de esas lindas, de esas nuevitas. Los nueve adentro, contentos como mono con navaja e igual de peligrosos. Ninguno con cinturón y hasta la impresentable llevaba a los dos más chiquitos adelante, uno sacaba la cabeza por la ventana y ella meta sonrisa. Casi me muero. Después me enteré, porque me dijo Coca, que parece que no es de ellos, que se la dan en el trabajo al hombre y, seguramente se la trajo sin permiso para llevarlos a hacer un picnic a la bajadita del acceso. Seguro, seguro… si aunque el mono se vista de seda… Ahora, no sé dónde trabaja para que le den una camioneta tan linda. Me gustaría tener una de esas, pero con nuestros dos sueldos nunca pudimos comprarnos una. Igual el golcito anda de diez. Nosotros nos fuimos hasta la costa de vacaciones, varias veces y siempre se portó. El golcito se porta. Pero, la verdad, me gustaría tener camionetita…tenerla mía, no como esos. Y bueno, así es la vida. Una trabaja y trabaja, pero esos vagos son los que la pasan bien. Lo único que me jeda tranquila es que de ellos, no es.

Igual, como siempre digo, que hagan lo que quieran, siempre y cuando no me perjudiquen. Los derechos de uno terminan donde comienzan los del otro ¿o no? Eso sí me molesta un poco, porque ellos, por vagos nomás, tienen más derechos que yo. Yo me rompo el lomo y no llego a fin de mes. Yo y mi marido, casados como Dios manda, trabajamos todo el día y no llegamos, y estos negros (de cabeza, no de piel, ya te lo dije) andan como si nada sin trabajar, con celulares, asado y camioneta ¿con qué plata? ¿Me decís? ¡Con la mía! ¡Con la tuya! ¡Con la de toda la gente decente y trabajadora! Y ahora hasta quieren que le paguemos nosotros los abortos a esas negritas abiertas de piernas. Porque las madres no les enseñan a respetarse y a no ser unas putitas, pero después le ponen ese pañuelito de mierda y les dicen que tienen que pelear por sus derechos ¿De qué derecho me hablan? ¿El de matar bebés? Yo no pienso pagarle el aborto a esas pendejas. Ay, perdón, es que me pongo así cuando pienso en esas asesinas… perdón. Pero bueno, que ellos hagan lo que quieran. Siempre y cuando no me perjudiquen a ni a mí ni a los míos, porque ahí sí que los mato. Te juro que los mato, negros de mierda. 

Es que a veces pienso que ya nacen así, que es genético eso de ser chorro. Qué sé yo, como que primero son vagos y reciben los planes, después ya no les alcanza y salen a robar, enseguida empiezan a drogarse y listo. Y los hijos les salen así ya… de la droga, supongo. Ya les salen como drogados. A veces pienso que deberían matarlos de chiquitos, o castrarlos para que ya no tengan descendencia y todos seríamos tan felices, pero bue… soy cristiana. Tengo esos pensamientos y después me pongo a rezar unos cuantos padrenuestros. Pero eso sí, si alguno de esos le hace algo a mi familia, lo mato con mis propias manos, te lo juro por mis padres, que Dios los tenga en la gloria. Porque ahora los chiquitos dan pena, pero en el futuro te matan por dos pesos, y ahí nos lamentamos todos. Si la justicia funcionara estarían todos donde tienen que estar, pero no. Los tenemos acá en el barrio. Decí que son los únicos. Y doy gracias todos los días porque mis hijos ya están grandes y con sus vidas solucionadas, porque si éstos llegaban cuando eran chiquitos, me moría. Los hubiese tenido encerrados a los míos para que no se cruzaran con los de ellos. Por suerte me salieron bien los dos: trabajadores, honestos, limpitos, cristianos y con buenas amistades. Los vagos de los vecinos traen a cada uno a la casa, como si viviesen en uno de esos barrios donde se juntan en las esquinas a tomar alcohol. Sacan las sillas a la vereda ¿podés creer? La verdad es que les pondría una bomba, mirá. A parte es inseguro, yo cuando estoy llegando tarde y los veo ahí, me cruzo de vereda. Y sabés que hasta me saludan los maleducados: “buenas noches, doña”. Con ese tonito que tienen, es como si hablaran otro idioma. No, la verdad es que no escuché que le hayan robado a ninguna vecina ¿Ah, sí? ¿A María la ayudaron con las bolsas? Y bueno… seguro esperaban que les diera algo. De todos modos no hay que confiarse, con éstos nunca se sabe. Un día están drogados y ni te reconocen… ya ni códigos tienen. 

Pero como siempre digo, hay que agradecer por lo que una tiene y desearle lo mejor al prójimo. Cuando rezo todas las noches pido por ellos también. Le pido a mi señor todopoderoso que consigan una casa hermosa en un barrio en el que se adapten mejor y que nunca les falte la comida, ni el abrigo en invierno, ni el pan ni la leche para los más chiquitos. Después me siento mejor, porque yo no tengo que dejar de ser la mujer amable que siempre fui por culpa de ellos. Siempre puse la otra mejilla y con éstos, también. 

Vera Suárez

El viejo

Él era así; silencioso cuando tenía hambre.

Tenía la particularidad de despotricar e inventar insultos en su imaginación. La culpa de sus golpes o malas rachas siempre las tenía ‘El demonio hijo de puta’ y a veces ‘La santísima virgen que lo tiró de las patas’. Aún me río mientras lo pienso.

El viejo tomaba mate bajo los Tilos que tenía en la vereda de su casa y a mí me daba los últimos, con agua tibia y azúcar, bien lavados mientras la noche se venía encima. Recuerdo que, salvo para comer, se sentaba con el respaldo de la silla al frente, piernas abiertas a los costados y brazos apoyados en la madera. De niña intentaba imitarlo aunque mis piernas no me llegaban al borde del asiento. Quería ser como él.

El viejo me llevaba a comprar un huevo Kinder una vez por semana y aprovechaba para fumarse un pucho a escondidas de mi abuela y mi vieja. Cuando lo descubrieron me pidieron que hablara con él para que dejara el vicio que suplantaba el alcohol. Mal consejo, nunca más me llevó a comprar a la YPF.

Recuerdo que tres días antes de Navidad se ponía un tacho entre las piernas y cortaba la fruta para la ensalada típica de fiesta. Supuse internamente que él quiso enseñarme, pero no lo escuché; lástima que no lo escuché. El 25 a la noche, después del brindis, nos comíamos juntos un Mantecol, a escondidas del resto, que había comprado sólo para nosotros dos; y ni hablar de la sandía que nos bajamos en horas o días.

Al viejo le gustaba el Tango y una vez me preguntó si quería aprender con él. ‘ Cuando cumpla quince no quiero bailar un vals con mi papá, quiero bailar un Tango con vos’ le prometí al tiempo. Pobre, no le cumplí la palabra.

El viejo sonreía con los dientes rotos y podridos, y le decía a mi abuela ‘Mira, Mari. Mirá’ cuando en la tele daban las carreras de autos y el Chevrolet iba primero. ‘Vamos Chevi, carajo’ resonaba en la casa.

Algunas tardes me hablaba sobre las plantas y los picaflores y yo lo escuchaba. ‘Antes de pedir, prefiero juntar cartón y venderlo’ Decía reflexivo. ‘Si alguna vez tenés frío, no hay nada mejor que un poco de diario en el pecho’ Me indicó cuidándome. Jamás le pude agradecer ese saber que me compartió y que alguna vez me salvó de una neumonía tras un recital.

Al viejo una sola vez lo vi llorar. Yo estaba en mi casa, al fondo de la suya, y escucho que alguien apoya un pie en el primer escalón de adentro y luego que cierran la puerta mientras yo estaba teniendo relaciones con mi novio. Cuando pregunté al vacío si había alguien, solo noté silencio, entonces seguimos en la nuestra. Al salir de mi casa al rato, vi que estaba su Chevi naranja afuera y decidí golpear para entrar. ‘Pase’ resonó de adentro. Ahí fue cuando lo encontré con lágrimas en los ojos. Nunca me animé a preguntarle por qué lloraba, pero yo supuse que era por eso ‘alguien había entrado, y seguramente fue él’.

Del viejo no me despedí, por el viejo no lloré ni temblé. Me había prometido construirme una casita del árbol sobre el Paraíso que estaba al lado de la puerta de entrada. Él, jamás cumplió su promesa.

Pobre, no pude decirle los momentos que hoy recuerdo entre risas de familiares. Sí abuelo, ya lo sé. Gracias. Te la debo y algún día te la voy a pagar.

María del Mar Bisignano

Lanari y compañía

─No escuches el contestador ─dijo la señora de Lanari ni bien el hombre entró a la casa.

 ─¿Qué? ─El marido entró al recibidor, apoyó las llaves en la mesita de madera de guindo  y arrimó el maletín contra la pared, sobre el piso─ ¿Qué dijiste?

 ─Que no escuches el contestador. ─Ella se interpuso entre el marido y el teléfono.

 ─¿ Me lo hacés a propósito? Dame el teléfono. ─El hombre empezó a aflojarse la corbata.

 ─No te conviene. ─La mujer seguía sin moverse

 ─No seas boluda, correte, ¿Para qué me lo dijiste? Te lo hubieras fumado vos sola ya que me cuidás tanto. ─Él la empujó y la apartó sin mayor esfuerzo.

 ─¡Encima la boluda soy yo! Ya no puedo más. Te lo dije, te advertí que esto iba mal. Mirá lo que tenemos que pasar ahora…Llamemos a la policía

 ─¿ Policía?  Dentro de poco la policía me va a venir a buscar a mí. Dejame escuchar. ─Lanari apretó el botón del contestador y una voz distorsionada atravesó el aire y le heló la sangre:

  “¿Viste lo que le pasó al hijo de puta de tu socio? Con vos va a ser peor”

  Duarte, el hombre de confianza del secretario del sindicato de la construcción lo había citado a Lanari en un café de mala muerte, frente a la estación de Ciudadela. Llegó antes que el empresario, con dos guardaespaldas que se ubicaron cerca de la salida. El sindicalista lucía una campera de cuero marrón, una chomba patito  y unos jeans planchados con raya. Se notaba que no andaba por las obras desde hacía décadas. Cuando entró Lanari, de traje, y todos los borrachines se dieron vuelta para escrutarlo, él se adelantó con un ademán protector. Su lenguaje corporal transmitía algo así como “Quedate al lado de mí, papá, que nosotros te protegemos siempre y cuando vos  te pongas” Duarte fue al grano. No tenía tiempo porque el gobierno había licitado muchas obras públicas y el trabajo se multiplicaba. El sindicato, siempre atento al bienestar de sus afiliados, no daba abasto.”Se la hago corta, Lanari. Le vamos a facilitar la terminación de la obra en Glew para que pueda cobrar. Como usted sabe, nosotros nos encargamos de contener a la familia del pobre compañero después del derrumbe …en fin, una desgracia. Su socio no nos interpreta. Pero quédese  tranquilo, entre nosotros seguro que vamos a arreglar un número que nos cierre a todos”.

 Lanari escuchaba a Duarte sin mirarlo, mientras revolvía su capuchino. Estaba acostumbrado a negociar con todos. Ése era el atributo más importante de los empresarios como él, que tanto podían construir un puente como importar baratijas para navidad. Sabía que no tenía ningún sentido hacerse el héroe republicano ni excusarse con la inminente bancarrota que estaba enfrentando. Cuando Duarte terminó de hablar, Lanari se paró y le dio la mano. Miró de reojo a los dos monos que se pusieron de pie como un resorte y encaró hacia la puerta del boliche con la sensación de estar dando un gran salto al vacío. Sin red.

 “Pensar que yo insistí para que nos casemos porque quería que me dijeran señora de Lanari y ahora me arrancaría el apellido como me arranco los pelos del cavado ojalá fuera tan fácil pero donde voy no me conocen así que vuelvo a ser yo como dice mi psicóloga seguro que ella estaría de acuerdo con que me raje ya y no siga esperando no sé qué milagro porque las cosas vienen mal desde hace tiempo y yo lo presentía igual para qué si no me da bola pero de ahora  en más me borro y empiezo de nuevo claro que voy a poder seguro todo el mundo puede si quiere y no me importa aunque tenga que trabajar de mesera en Amsterdam no se me van a caer los anillos ya llaman para embarcar adiós pampa mía”

 

Graciela De Mary